lunes, 8 de septiembre de 2008

Las primeras horas en que sentí tu mirar

No es fácil desdoblar mis manos luego de un trance tal, que mi piel incorpórea se estampó en el piso y se desplazó por el suelo árido. Tampoco es fácil abrir la ventana y respirar el exterior.
Cuando los años han detectado los poros abiertos y se entremezclan con la sed, las horas se vuelven sombrías, sin importar lo que marque el reloj.
Por eso, una mañana, al sentir en mis pies el frío del piso enrojecido, me acerqué a la ventana, única entrada de luz de mi cuarto en tinieblas. Y sin abrirla siquiera, absorbía aire por mi nariz, tratando de equilibrar mi fuerza, de traer a mí la vida lejana.
Pero como es de esperarse, nada llegaba a mí que no fuera la imágen de la lejanía, el envolvente porvenir de las ciudades perdidas.
Abrí mi ventana y respiré...el otoño había llegado, la melancolía había impactado en mi rostro impaciente. El aire nuevo resquebrajó mi cuerpo entero. Así hasta palidecer, caer y destruír mi noble existencia.
Todo por abrir la ventana, por dejar entrar nuevos aires a mi cueva inmortal.

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