lunes, 23 de agosto de 2010

Nuevo testamento para la fiebre indulgente.


Para el eco del Siglo VIII, el canto de mi llanura existencial. Una nueva fosa por conquistar, un nuevo empobrecimiento cutáneo. Consunción gradual del estado humano impío.


Llego a la orilla del viento y susurro
mi espacio contigo. He de descifrar
planicies oscuras de un canto escondido
y pienso si fuese contigo,
ahogando en silencio tus dedos conmigo;
¿Tendría sentido la vida en el cielo?

Lejano en el mar, profundo lamento:
sirena sin alma que evoca mil cuentos
de lobos marinos que esperan sedientos
los cuerpos perdidos, regando sus sales.

Y la noche, de ignoto romance se incensa.
Las sombras de amantes lunares
¡Copulen en llamas triviales,
ese sueño incompasible!

Me adentro más en su aliento
de soflama y néctar que, fundido,
llueve luego en mis adentros;
porque ya no creo en nada.

Y ese Dios enardecido
no concibe sus inventos.
Yo le veo tan altivo,
siempre viendo al precipicio.

Fuego abierto es en sus ojos,
de una rara simpatía:
"Nunca trates con demonios"
y sus garras te comieron.

Sí, ¡Misericordia!
Yo por tí, ¡Nunca!
Echarte de la tierra
¡Eso querría!.

Cruje el cielo de tu gracia,
falso mártir trastrocado.
Un verdugo volvería,
y tan fuerte azotaría
tanto culto inmaculado;
para el hombre iconoclasta:
nuevo tipo de camino,
para el buen cristiano:
¡Destierro neto!
¡Eso querría!.

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