domingo, 9 de noviembre de 2008

Realidades

Anoche divisé un nuevo horizonte, una lejana iridiscencia. Mi piel se agrietó, envejeció. No hubo más espera que la vida misma, en cuyo espectro adormecí. Y así, al cálido roce de mi piel con su bonanza de ensueño, palidecí.
Otra noche más, y tras asimilar la realidad, convertí mi existencia en una noche afín. Madre protectora, susurros pueriles. Y la tranquilidad no habría de interrumpirse jamás, porque así yo dejaba colgando mis brazos, mis piernas, y a veces mi cuello, sin sentir petrificar mi independencia.
Esque las noches así, me conmueven. Me conmueve el arrullo materno, el canto de las olas de algún mar redentor. Y por eso, prefiero no pensar nada. Postergo los misterios y el temor, los dejo caer y desintegrarse.
A veces tengo alguna que otra reacción, pasajeras pesadillas que denomino improvisadamente. Y en tales laberintos de ensueño sólo encuentro aquélla lejana iridiscencia. Un cáncer congénito. Y más allá, como si se tratáse de una consecuencia del valor individual, de la fortaleza y valentía descomunales; están los brazos de la mujer que me arrojó a la playa del dolor. Sí, es el mar, altamar, es mi madre, es la madre, es la redención total. Es también mi libertad.

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